Estábamos otra vez en el bar y yo me acordaba de cuando sin explicación me dijiste que vos no querías tener hijos. Ahora estábamos en Heminghway, como la última vez que nos vimos, pero
al revés, yo tenía la ventana a mis espaldas y entonces te veía a vos y atrás
estaba todo el bar, al que se superponían otros bares, uno pegado y encima del
otro, o sea, un montón de mesas que se
iban superponiendo si las pensaba pero al verlas eran una superficie plana
interminable de mesas vacías, siempre vacías porque no podía haber conocidos.
Vos me
hablabas de tu trabajo con las manitos pegadas, revoleabas los ojos, mirabas
acá, allá y yo como siempre me aguantaba las ganas de decirte que en realidad
me clavaría un whiscola en vez de café para soportar la presión de tener que
verte y escucharte dos horas hablando boludeces para volverme a casa sin que
pase nada y que si yo fuera la dueña del bar pondría un cartel que dijera “prohibido
decir boludeces sin que pase nada”. En eso cae una mina que todos sabían que
era tu primera novia, la de allá, la otra zona sur, que nunca entendí porque si
vos eras de Bernal y yo de Lomas no nos encontrábamos en un punto medio y me
hacías ir hasta la concha del pato a caballito para tomar un café y volver a
casa. Era tu ex pero en realidad tenía el cuerpo de la Diana, así, blanca y en
bolas con el dedo alzado señalándote. Y
yo no sabía porqué todavía, pero ese dedo seguro era para vos. Y detrás un coro
de ninfas que eran esas de las que me hablabas por celular, una con la que ibas
a comer sushi y yo te deseaba que lo vomites, otra que era la que me decías que
era tu ex pero yo estaba segura que era tu actual, la mujer a la que le repetías
todas las noches antes de irte a dormir que no querías tener hijos y ella se
imaginaba todas sus noches con panza de embarazada, la casada con pelos que
jamás se depilarían riéndose con un vino en la mano, la estudiante que tenía un
libro de apuntes a cualquier hora y en cualquier bar y se ponía roja si le
preguntabas qué estaba leyendo y, detrás de todo el coro de ninfas puteantes,
había un cuerpo de hombre que desentonaba. Diana lo decía bien clarito, “es tu
hijo”. La figura no tardaba en hacerse, era tu cara cuando pienso que pareces
un viejito, pero en el cuerpo de un adolescente completamente desproporcionado,
que a tu altura histriónica de metro noventa le sacaba una cabeza. Vos lo mirabas
descreído y emocionado. El ímpetu creador se trastocó en una alegría de macho
cabrío y arbitrario. Empezabas a dar saltos corcoveando, la espalda se te iba
para arriba y la cabeza se ponía cuadrada. Te achicaste, te salieron cuernos y
la piel blanquísima se te llenó de pelos negros. Corrió el toro simiente por la
pradera de mesas de Heminghway corcoveando detrás de toda mujer que se le
cruzara y elevaba al cielo sus cuernos electrificados y cuando quería, las embebecía,
a todas, menos a las ninfas que lo corrían tratándolo de alcanzar con los dedos
señalantes.
Mientras tanto
el adolescente de ojos libidinosos no paraba de crecer. Las piernas y las manos
se le agrandaban más que resto del cuerpo. Parecía un hombre de una plastilina
esponjosa que no dejaba de hincharse Mientras pensaba que el társilo enorme ya
no iba a entrar más en el bar y que
tenía que hacer presión sobre los piesotes del tamaño de mi cuerpo para que no rompiera
el ventanal que estaba detrás, llamaba al mozo y pedía:
-un café para
el señor (lo miraba y le sonreía como diciéndole –yo te digo señor, pendejo
inexplicable, porque soy muy educada) y un whiscola para mí” y pagaba los dos
al acto, como me gusta pagarle a los hombres de los que me aprovecho.
Antes de eso, ya había sacado mi libreta porque alguien tenía que empezar a vivir ficción mientras los críticos se la daban.