viernes, 18 de noviembre de 2011

Hay un narrador...

Hay un narrador metido en mi cabeza que no nos deja en paz. La gente me mira en el colectivo y piensa “qué le pasará a esa cara preocupada?” y piensa en sus propias preocupaciones. Me inventan sus familiares enfermos, sus amores frustrados, sus malos humores, sus familias, como todas invivibles pero cálidas. Piensan que debo estar volviendo del trabajo, o que no encuentro, o que me pagan mal o me tratan mal, que no me alcanza. Me inventan hijos. Quizás bebés agotadores, quizás su padre no me acompaña, no le importo o me hace la vida imposible o es una arruga en la frente y nada más.
Y yo en realidad tengo un narrador encerradito acá que no me deja pensar en nada importante más que en él. Me pide que hable de guerras, de identidades, de esencias, pero en el fondo sólo quiere escuchar su voz como un eco resonando de boca en boca.
Y yo quiero despegarme de unas y otras y poder pensar qué lindo que sería no tener a nadie que me haga fruncir el ceño haciéndome pensar cosas que sólo le sirven para complicarme la vida. Poder pensar en un helado y que detrás del helado no haya ninguna historia, ninguna reflexión, ningún análisis o sorpresas. Que entre mi lengua y mi cerebro no esté él juzgando que tan verosímil es el chocolate chino ni que tan mejor hubiera sido pedir un café porque siempre el café esconde más posibilidades narrativas...
Hay un narrador metido en mi cabeza que me pide a cada segundo que escriba. Yo le pido que se calle, que me hable cuando realmente tenga algo para decir, algo importante, que sino escribir es un acto frívolo, un acto ególatra. Él me pregunta qué acto no es ególatra y lo lleva más allá y me dice: ¿Quién que es no es ególatra? Y me aclara que confundir egolatría con frivolidad es típico de la gente con baja autoestima. Yo quisiera poder decirle “¿quién que es no tiene baja autoestima?” pero además de no quedar tan bien en mí es bastante malo.
Yo intento decirle, que no tiene sentido, que desista pero él insiste diciéndome que en realidad nunca tuvo sentido que siempre consistió en la misma excentricidad con falsos nortes, que no me deje engañar por los discursos del compromiso, que eran una máscara en la época en que la literatura implicaba el abandono de una falsa erudición y la política participación física, que ahora somos sinceros, libres, abiertos y podemos dedicarnos a nuestras excentricidades y otros excéntricos nos van a celebrar.  Yo no dejé de sorprenderme y asustarme del pequeño liberal que estaba criando ahí adentro. Lo invité a tomar un café con una hamburguesa con queso, en ese mc donalds que nos encanta en la nueve de julio, donde se ve, hermoso el obelisco. Ahí intenté decirle, que no puede ser tan ingenuo y creer que en su liberalidad no está participando activamente de un modelo político económico, que en el acto mismo de consumo hay un ejercicio político, que la experiencia adquirió forma de consumo y se fue diversificando, jerarquizando. Que como toda jerarquía se repartió desigualmente en las distintas clases sociales, que incluso las llevó de su integridad dura, cuantificable, a una dispersión de esferas aisladas de consumo que enfrenta a sus integrantes no sólo vertical sino, y mucho más violentamente, de forma horizontal. Explicarle a un narrador fenómenos como el consumo de drogas, los lujos excesivos y absurdos de todas las clases, el contacto indirecto de las clases opuestas y la violencia extrema de las clases cercanas, la discriminación entre todas, la banalidad y la superficialidad tanto hacia arriba como hacia abajo, las nuevas quimeras, las nuevas distracciones, las formas modernas de esclavitud, las leyes que amenizan crímenes, explicar todo eso a un narrador liberal, más que una tarea ardua, es más bien el punto máximo de banalización posible para una tarea, así que decidí cesar con intentos de izquierda inminente y preguntarle realmente qué porvenir esperaba él...
La respuesta no se hizo esperar. Rápidamente me empezó a hablar de las posibilidades de este nuevo mundo discursivo, de las nuevas cualidades de los lectores que están abiertos a una sensibilidad plena gracias al contacto con lo multimedial en relación con los textos, en la apertura del público gracias a las redes sociales, de las nuevas formas comunitarias de traducción, producción de textos, de un público vivo, demandante y en contacto. Y se reafirmó, dijo que el acto ególatra sumergido en la apertura comunicacional se transforma en un acto de amor al otro, de felicidad. 
Con esa palabra me di cuenta que mi narrador era insalvable. Que jamás podría discernir entre experiencia y consumo. Que su única intención era ser consumido, y que creía que los demás encontrarían la felicidad en ese acto.
Yo me callé lo siguiente:
La felicidad imaginada es un sentimiento que no se logra alcanzar porque, como todo sentimiento,  se resiste a ser consumo. Se vuelve un vacío roedor, consumiente que en el intento de ser satisfecho lleva equivocadamente a una enumeración sin fin de consumos.
La literatura desde un lugar paradójico se resiste a ser consumo pero quiere ser consumida.  De esta lucha no inversa, de este perseguirse la cola surgen los textos como este.
Su mayor logro es hacer permanecer sus ojos en esta pantalla el mayor tiempo posible, apelando a la distracción, al enigma, a la extravagancia, al extrañamiento, a lo que sea. Porque después de todo, los consumos virtuales se miden en tiempo y en cantidad de visitas.
¿El papel?
Una metáfora arcaica. Otra metáfora que encubre un engaño. Siéntase bien si el engaño ha sido duradero.


Tengo un narrador metido en la cabeza y prefiero que un día salga caminando y me cuente una historia donde yo me enamoro, o no, de alguien, de un alguien cualquiera que no lleva otros narradores metidos en ningún lugar y que también puede tomar chocolate chino sin pensar en café. 

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